Por Ing. Carlos Lozada
En un país donde el hambre y la precariedad se han convertido en el pan de cada día, la realidad económica de los venezolanos es simplemente insostenible. Hoy, en marzo de 2025, un kilo de carne molida cuesta 7 dólares y un cartón de huevos 6.7 dólares, mientras el salario mínimo y las pensiones, congelados en 130 bolívares mensuales, equivalen a apenas 1.95 dólares. Hagan las cuentas: con ese ingreso, un trabajador o un jubilado no puede ni siquiera comprar un cartón de huevos al mes, mucho menos alimentarse decentemente o cubrir necesidades básicas. Esta situación, que lleva más de tres años sin un aumento salarial, es una afrenta a la dignidad humana.
A este panorama desolador se suma un nuevo golpe: Corpoelec, la empresa estatal de electricidad, pretende cobrar tarifas que representan un aumento de más del 500%. La pregunta es inevitable: ¿de dónde cree Nicolás Maduro que los jubilados y pensionados, que sobreviven con menos de 2 dólares al mes, sacarán el dinero para pagar estos servicios públicos? ¿De la caridad? ¿De la resignación? Porque de sus bolsillos, claramente, no va a salir. Este gobierno, que se jacta de defender a los más vulnerables, parece vivir en una burbuja desconectada de la realidad, donde las matemáticas no aplican y el sufrimiento del pueblo es solo un eco lejano.
Pero los venezolanos no están dispuestos a seguir callando. El pasado 19 de marzo, los sindicatos obreros convocaron a la Jornada Nacional de Protesta, un grito unificado que resonó en las calles con la participación de importantes sectores del ámbito público. Maestros, médicos, obreros y empleados gubernamentales se unieron bajo una sola bandera: «Todos pa’ la calle, por salarios justos». Este movimiento no es un capricho, es una necesidad. Es el hartazgo de un pueblo que dice «ya basta» ante la demagogia y las promesas vacías.
Lo que se exige no es un lujo, es un derecho: el rescate del salario real y un ingreso mínimo vital que permita vivir, no solo sobrevivir. Un ingreso que no se limite a un cálculo mezquino, excluyendo prestaciones sociales, vacaciones o utilidades. Los trabajadores venezolanos no piden migajas, piden justicia. No más discursos grandilocuentes ni excusas burocráticas. Lo que se necesita, con urgencia, es un aumento salarial ya.
Es hora de luchar y triunfar. La calle se ha convertido en el escenario donde el pueblo reclama lo que le pertenece. No se trata solo de números, sino de vidas, de familias que no pueden esperar más. El mensaje es claro: el tiempo de la resignación terminó. Venezuela merece un futuro donde el trabajo sea dignificado, no castigado. ¡Aumento salarial ya!
