La migración de venezolanos es una de las crisis humanitarias más significativas de nuestro tiempo. Según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), desde 2016 hasta noviembre de 2019, 4,6 millones de personas habían abandonado Venezuela, convirtiéndose en el segundo desplazamiento más grande del mundo después de la crisis siria. Este fenómeno no solo dejó huellas profundas en el tejido social del país, sino que también impactó de manera significativa a las naciones receptoras en América Latina, como Colombia, Ecuador, Perú y Chile.

Hoy, la cifra de migrantes venezolanos asciende a aproximadamente 7,71 millones, un número que sigue creciendo en medio de la crisis política y económica que enfrenta el país. Este éxodo masivo plantea desafíos enormes para los países que acogen a estos migrantes, quienes llegan con esperanzas y sueños, pero a menudo también con traumas y necesidades urgentes. La falta de cifras oficiales y creíbles sobre el fenómeno migratorio entorpece la formulación de políticas efectivas para gestionar esta crisis y dificulta el apoyo necesario a los países receptores.

El gobierno venezolano ha intentado abordar esta situación con iniciativas como el «Plan Vuelta a la Patria», que busca repatriar a migrantes. Sin embargo, los resultados han sido desalentadores: desde su inicio, solo han regresado entre 1,500 y 2,000 ciudadanos, un número que representa menos del 0.01% de los migrantes. La mayoría prefiere permanecer en el extranjero, donde al menos pueden encontrar un respiro ante las difíciles condiciones que se viven en Venezuela.

A medida que se acercan las festividades navideñas, es imposible no recordar la Venezuela que fue: un país generoso que ofrecía oportunidades a sus hijos. Hoy, enfrentamos un panorama desolador marcado por la inflación, bajos salarios, crisis de servicios públicos y deterioro de la salud. La separación familiar se acentúa, dejando un vacío emocional difícil de llenar.

Sin embargo, en medio de esta adversidad, es vital que no perdamos la esperanza. Esta Navidad, debemos permitirnos soñar con un futuro mejor para Venezuela. A nuestros familiares lejanos les decimos que, sin importar dónde estemos, podemos unirnos como el pueblo que somos. Es momento de regalar un poco de paz y alegría, ayudando a que la verdad florezca y se escuche el clamor de un pueblo que merece ser escuchado.

El rugir del 2024 debe resonar como un grito de unidad y resistencia. No olvidemos que cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar en esta lucha. La historia nos ha enseñado que las crisis también pueden ser catalizadores para el cambio. Si nos mantenemos firmes y solidarios, podemos construir juntos una Venezuela donde la esperanza no sea solo un sueño, sino una realidad tangible.

¡Lo merecemos!

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