Por Carlos Lozada
Me encuentro en un amplio y modesto cuarto, con techo de zinc, donde la luz del día se filtra a través de una ventana y una puerta alta de madera de dos hojas se abre al mundo exterior. No sé cuántos años tengo; parece que desperté a la vida en este lugar.
Tirado en un piso perfectamente liso y pulido, me sumergía en la lectura. En la portada brillaba el nombre «Selecciones», rodeado de montones de revistas cuidadosamente ordenadas. Una silla de mimbre, desocupada, me observaba desde un rincón. Yo, un niño ávido por leer, devoraba muchas, muchísimas historias que apenas lograba comprender. Este espacio parecía estar invadido por la curiosidad o, quizás, alguien había permitido que así fuera; había una clara intención de formar, de abrir los ojos a lo que otros no veían.
Pasaba las mañanas enteras viajando a través de las páginas, explorando las revistas de mi querido tío Alfredito, sus más grandes tesoros. Él llegaba a observarme con atención, asegurándose de que todo estuviera en orden en su pequeño santuario. Celoso de su espacio y sus secretos, se sentaba en la silla vacía, ahora ocupada por él para emprender su propio viaje imaginativo.
Con el cinturón de la imaginación bien ajustado, me deslizaba sobre el piso pulido; mis codos descansaban en la superficie mientras mis manos sostenían mi rostro. De reojo veía a mi tío contemplarme con una sonrisa cómplice. «Lea, Carlitos», me instigaba. Así pasaban los momentos entre «Entre niños», «Gajes del oficio», «La risa, remedio infalible» y «Así es la vida». En esa humildad compartida entre la revista, mi tío y el piso, encontré una inmensa felicidad.

