Por Ing. Carlos Lozada

En este momento crucial para Venezuela, me siento compelido a compartir una reflexión que nace de mis profundas convicciones democráticas. Un demócrata de ética, con principios de decencia e integridad, no puede permanecer indiferente ante las injusticias que se cometen en cualquier rincón del mundo. Esta capacidad de sentir y reaccionar ante el sufrimiento ajeno es, sin duda, una de las cualidades más valiosas que podemos cultivar. Las diferencias entre demócratas son normales y, en muchos casos, necesarias; son parte del tejido que enriquece nuestro debate y nos impulsa a buscar soluciones.

Ernesto Guevara, un revolucionario que evoca pasiones encontradas, dijo una vez: «Si usted es capaz de temblar cada vez que se comete una injusticia en el mundo, somos compañeros, que es más importante». Estas palabras resuenan profundamente en mí, especialmente en un contexto como el venezolano, donde la injusticia se ha vuelto un compañero constante en la vida de muchos.

Hoy, creo firmemente que estamos al borde de una verdadera unidad: la unidad del pueblo en sus luchas. Esta unidad debe manifestarse a través de pactos y alianzas que fortalezcan y legitimen liderazgos de base, aquellos que son reconocidos y respetados por la gente. Es un compromiso necesario para rescatar nuestro país en los ámbitos social, político y económico. Esta unidad debe basarse en la superposición de coincidencias sobre nuestras diferencias, siempre fundamentada en el cumplimiento de la Constitución.

Una vez cumplida la elección presidencial del 28 de julio, la incertidumbre se cierne sobre nosotros. Todos estamos involucrados en este proceso; todos somos afectados por lo que está en juego. Desde diversas plataformas, tanto nacionales como internacionales, se alza un clamor por la verdad. Existen dudas legítimas en ambos lados: entre quienes apoyaron la reelección de Nicolás Maduro y quienes vimos en Edmundo González una alternativa viable de cambio.

Es fundamental entender que el camino hacia adelante no debe ser burocrático ni subjetivo; debe ser constitucional y respetar la soberanía que se ejerce a través del voto. He compartido con mis amigos de base del PSUV —con quienes alguna vez luchamos codo a codo— que, para recuperar la paz y el entendimiento en los próximos años, lo más sensato es la publicación de actas y la realización de auditorías. Este llamado no es solo mío; es un eco de voces respetadas en la izquierda latinoamericana, como Lula, Petro y López Obrador.

La «normalidad» no podrá regresar mientras persista la falta de verdad. Cualquier normalidad construida sobre la duda es frágil y condenada a desmoronarse. La clase obrera venezolana ha soportado demasiado: la pérdida del poder adquisitivo, el desvanecimiento de prestaciones sociales y la obligada inmigración han deteriorado nuestra calidad de vida. Como demócrata, condeno los extremos y combato cualquier forma de descalificación injustificada. Todos tenemos el derecho a opinar sin miedo a represalias.

Es en los momentos más difíciles donde se revela nuestra verdadera esencia. Debemos mostrarnos democráticos y abiertos al diálogo. El pueblo venezolano no se rinde; su anhelo por mejorar sus condiciones es inquebrantable. La ruta hacia el cambio debe ser pacífica y siempre anclada en nuestra Constitución. La verdad debe ser nuestra bandera; la mentira solo traerá problemas futuros.

Antonio Gramsci decía: «Decir la verdad es siempre revolucionario». En este espíritu, reafirmo mi compromiso con la verdad y con la lucha por un futuro mejor para todos los venezolanos. La justicia y la unidad son posibles si nos mantenemos firmes en nuestros principios democráticos. Es hora de actuar con valentía y determinación.

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