Por: Marielys Zambrano Lozada
La efervescencia sacude a Europa por el cese de la Segunda Guerra Mundial. Y al otro punto del planeta, en un poblado venezolano llamado Carache, en Trujillo, lejos de ese bombardeo cruel, está Eladia Román con unas manos pequeñas, que intentan amasar perfectamente.
Es 1945 ella, niña, mira la afinada técnica de su tía Micaela Hernández, de su mamá, Narcisana Román, y de su abuela Eladia Román de Hernández. Quienes se han ganado la vida vendiendo a menos de un real, un tipo de panecillo muy diferente al resto, preparado con levadura, mucha panela, anís, manteca, harina, huevos, y cuando la rellenan, le colocan trozos de queso fresco, con más panela.
Madre, tía y abuela le enseñan a “Ela” que ese panecillo se llama “acema carachera”, y también le explican cómo debe medir la cantidad perfecta de ingredientes con envases rudimentarios de manteca o leche. No hay más cálculos. Así le dan a ella el mayor tesoro de su herencia familiar: las técnicas para la fabricación de un pan casero, que en ese municipio, solo es realizado por un puñado de personas que apenas supera las 10 familias; las que todavía conservan igual tradición.
“Este pan no es vendido en panaderías. Solo en casas. Es muy aromático. Acompaña muy bien con una rica taza de café caliente”, dice mientras trae una muestra, rellena, para degustación.
Probarlo es la gloria. La sorpresa en su interior es la panela derretida, cual chocolate adentro, que combina armoniosamente con el resto de las migas a punto de soltarse.
La maestra de escuela —ya jubilada—, ahora es la maestra de sus hijos y nietos en la cocina, quienes no pierden ocasión para ocupar en cada vacación las cuatro áreas amplias de la casa antigua —data de unos 150 años—, donde Ela cultivó sus sueños desde niña, y en donde cada rincón huele a cocina tradicional, a roscas, a pan de tunja, a bizcochos, y a otras recetas más.
En los mesones grandes, dos hornos —uno de barro y otro a gas—, y en las bandejas plateadas por doquier de varios tamaños para hornear, le musita a su descendencia los secretos para seguir el oficio. Y la observan inertes sus maestras, ahora colgadas en un retrato pegado a la pared; ésas que fueron priomero que Ela y que sumaron sabiduría para que el oficio alcanzara la quinta generación familiar.
“En casa preparamos alrededor de 100 acemas caracheras diarias y se venden todas. No demora mucho. Ni una hora. Es rápido. Se tritura la panela y se amasan todos los ingredientes en orden. Antes ese proceso era manual. Ahora compré una mezcladora con un crédito que me ayudó a conseguir mi hija. Porque estoy mayor y me cuesta amasar. Pero no queremos industrializarlas”, cuenta.
El amasado, parte de esa técnica heredada, le marcó las manos a Ela —tiene dedos y muñecas gruesas y fuertes—. Esa misma “marca” distinguía a la ya fallecida Ana María Briceño, otra “acemera”, y Edelmira —su hija— que ahora sigue con la tradición. También Laura Sequera, la señora Veda, Ana María de Infante y Rosario Piedra, su hermana, entre muchas otras más.
Todas ellas, sin ser patrimonio cultural declarado de la zona, lo son de corazón, porque son quienes mantienen viva una comida típica trujillana.
“Lo mejor de nuestro pueblo son las acemas. Bien vale la pena subir hasta acá a comerlas y sentarse un buen rato en nuestra plaza Bolívar a disfrutar del paisaje de montaña”, dice Dairilys Domínguez, una estudiante de quinto año, que espera el bus de la única ruta interna del poblado, en compañía de sus amigas Escarlet Torres, Yolimar Domínguez, Roxángela Durán , Rossen Terán y su primo Gustavo Domínguez, todos con igual opinión, y con los días contados para partir de Carache a estudiar en las universidades más próximas: Valera, Boconó o Barquisimeto, a tres horas de distancia, en promedio.
“Tenemos que dejar el pueblo si queremos surgir de otra forma”, agrega Roxángela.
Su otra opción de progreso será dedicarse al campo, a cultivar tomates, papas, cebollas o ají, tal y como explica Marlene Benítez, una habitante. O conseguir un modesto empleo en los pocos negocios de la zona. O montar uno propio. O dedicarse a amasar acemas.
En Carache, un poblado que no sobrepasa los 32 mil habitantes, el extraño se distingue de inmediato ante la pupila acuciosa del carachero. Es que el puñado de vecinos confinados en cinco parroquias de una serranía, ya se conocen los rostros. Por eso, Rigoberto Soto y Rómulo Salceda, de 75 y 80 años respectivamente, notan que PANORAMA está recorriendo sus calles.
Ambos, con sombrero de guama, se sonríen sentados en la plaza Bolívar, el epicentro de toda la actividad del municipio, donde la imponente iglesia San Juan Bautista, con el nombre del patrono del pueblo, sirve de majestuoso fondo.
“Le digo al turista que sí vale la pena venir a Carache. El que quiera visitar pueblos andinos tiene en el nuestro una opción. Comerá acemas, puede visitar la Piedra del Preso (resume una historia de un hombre detenido que logró su libertad por mover una pesada piedra en 1925), también puede ir a la Montaña de Agua (llamada así porque tiene un monumento en honor a la Batalla de Agua de Obispo), visitar nuestras fiestas patronales, o nuestros pesebres navideños”, cuenta Belkis Ulloa.
Así es Carache, un pueblo que ya resume 450 años de historia. Un lugar donde las tradiciones sobreviven con esfuerzo. Donde la efigie de San Juan Bautista da la bienvenida. Donde la estatua del indio cuica Karachy, uno de los primeros aborígenes ocupantes de su suelo, también saluda. Donde la panadería criolla, una influencia española de los primeros colonizadores del lugar, creció repleta no solo de acemas, sino también de paledonias, pan de leche, templones, roscas, señoritas, bizcochos, catalinas, tunjas y bebidas típicas como díctamo real o miche claro.
Allí recuerdan que El Libertador un día los hizo sentirse importantes sobre Venezuela. Leyó la Proclama de Carache, el 14 de octubre de 1820, en el Cuartel General del pueblo, donde les recordó: “El Ejército Libertador ha marchado por entre las bendiciones de estos pueblos rendidos a la libertad…”.
Marielys Zambrano Lozada / panored@panodi.com/Octubre2012
