Por Ing. Carlos Lozada
En Venezuela, donde la política se vive con intensidad visceral, la figura del dirigente opositor ha adquirido un peso desproporcionado, pero también efímero. Desde una mirada autocrítica —un ejercicio que como sociedad y como actores políticos nos debemos con urgencia— es imprescindible analizar el perfil de estos liderazgos que, lejos de consolidar procesos sostenibles, parecen condenados a encarnar coyunturas pasajeras. La autocrítica no es solo un acto de honestidad intelectual, sino una herramienta esencial para rectificar rumbos y construir una oposición capaz de trascender las tormentas del presente hacia un futuro viable.
El dirigente de oposición venezolano, con demasiada frecuencia, personifica una coyuntura: un proceso electoral, una juramentación como la del interinato, o una ola de protestas. Su figura se erige como un símbolo temporal, un faro en medio de la crisis, pero rara vez como el arquitecto de un movimiento duradero. Alrededor de él se genera un culto casi místico, alimentado por la esperanza de una solución inmediata. Sin embargo, este fenómeno tiene un reverso oscuro: quienes no se suman al fervor terminan desarrollando un rechazo patológico, una polarización interna que debilita aún más a una oposición ya fracturada.
Esta dinámica revela una idea restringida de la política, reducida a la inmediatez del momento y a la figura del líder como salvador. El liderazgo personalista, tan arraigado en nuestra historia, se impone sobre la construcción colectiva. Se apuesta todo al carisma del individuo, pero se descuida la necesidad de instituciones, estrategias y consensos que trasciendan al hombre y su circunstancia. Como resultado, el dirigente opositor venezolano lucha por proyectarse en el largo plazo. Una vez que la coyuntura se agota —el ciclo electoral termina, la presión internacional cede o la calle se enfría—, el líder se desvanece junto con ella, dejando un vacío que ni sus seguidores ni sus detractores saben cómo llenar.
No se trata de culpar exclusivamente al dirigente, sino de reconocer, con humildad y valentía, que este patrón es también un reflejo de nosotros como sociedad política. Hemos delegado en figuras individuales la responsabilidad de articular soluciones, en lugar de exigir y construir procesos amplios que no dependan de un nombre o un rostro. La oposición venezolana no puede seguir siendo un mosaico de liderazgos coyunturales; necesita una visión que supere el cortoplacismo y el culto al héroe.
La autocrítica y la rectificación son, pues, imperativos éticos y prácticos. Solo asumiendo nuestras fallas —la idolatría al líder, la incapacidad de tejer alianzas duraderas, la obsesión por el momento— podremos rectificar el rumbo. La política no es un sprint ni un espectáculo de mesías; es una carrera de fondo que exige estructuras, paciencia y una apuesta colectiva. Mientras no interioricemos esto, seguiremos atrapados en el ciclo de la coyuntura: un líder que brilla, una esperanza que se enciende y, finalmente, un silencio que nos devuelve al punto de partida.
Venezuela merece más que héroes fugaces. Merece una oposición que aprenda de sí misma, que se mire al espejo y se atreva a cambiar. La autocrítica no es debilidad; es el primer paso hacia la fortaleza.
